La promesa de una mirada íntima, un dulce y fugaz destello de felicidad me voy sintiendo atrapada entre la noche y el día en una ensoñación etérea allá donde él quisiera llevarme.
La tímida luna apenas ilumina nuestras huellas, el cielo tan oscuro como el terciopelo y no se veía ni el rastro del alba aún.
Y el aire estaba cargado de un embriagador aroma a romance.
Un vehemente deseo, una agradable fragancia masculina la respiración más rápida, cada vez más superficial, aforrándonos al amor y aún perplejo deseo.
Y nuestras bocas se rozaron en el más tentador de los besos. La marea de deseo invadió
y se arremolinó sobre nuestros cuerpos como si fuera un río eterno, buscando un placer aún más dulce y completo.
Su voz flotaba en mis oídos con borrosos murmullos, en fragmentos de alabanzas, consejos y deseo. Moviéndonos instintivamente de la manera que deseábamos, ansiosos de satisfacer nuestros caprichos como un seductor éxtasis.
En esos momentos, él era para mí un desconocido, un hombre tierno y apremiante, compañero a la vez que amante. Un sueño, una visión dorada, una aparición erótica, que se esfumaría con las primeras luces del alba. Un hombre que respondía a mis murmullos con medias sonrisas y besos prolongados, creando un mundo de sensaciones ciegas.
En una especie de nube excitante y confusa, mientras violentas contracciones de placer nos sacudían. Respiramos hondo y nos sumergimos a la marea, la resaca, a la espléndida e interrumpida vorágine de unas sensaciones inimaginables.
Se prolongo la dulce agonía hasta que cesaron los últimos estremecimientos. Y solo entonces, se nos permitió que las poderosas convulsiones del éxtasis, nublaran todo lo demás.